Relatos en la Isla Tintero

Isla Tintero es el lugar donde cualquiera que haya sentido alguna vez la llamada de las palabras debe parar al menos una vez en la vida.

2º relato breve: miedo

MIEDO (de Carlota Monedero)

Aquella noche, como todas las demás, llovía. Aparentemente, el lento y rítmico repiqueteo de las gotas de agua contra las calles olvidadas y los empañados cristales no tenía nada de especial; solo representaba un matiz más que contribuía a quitar el color de las ya de por sí grisáceas vidas de los habitantes de esta pequeña ciudad, tan inmunda que no merecía ni nombre.

No obstante, de algún modo, aquella noche era diferente.

No residía la diferencia en las gruesas lágrimas que incansablemente caían de un cielo oscuro cual abismo, un cielo sin brillo, sin estrellas… Sin luna; tampoco eran las débiles y estáticas luces de las farolas que, periódicamente, trataban sin éxito iluminar los retorcidos callejones, con sus pequeños riachuelos de lechos irregulares y desgastados… No, tampoco era eso.

Quien no conociera bien la ciudad -algún forastero que, por mala fortuna, hubiera acabado sumido en aquel océano de miseria y oscuridad- podría incluso pensar que era el susurro afilado del viento, que corría por las calles apresuradamente, en su apuro por llegar puntual a su cita de todas las noches con la nada, el que marcaba la diferencia entre aquella noche y las demás… pero nada más lejos de la realidad.

Ni siquiera el sordo chapoteo de unos altos tacones desentonaba en la lenta sinfonía nocturna. Aquellos tacones ya habían recorrido esas calles otras muchas noches, siempre a la misma hora, siempre bajo las mismas húmedas agujas de cada noche.

Así pues, ¿qué era aquello que rompía la armonía? ¿Cuál era el pequeño matiz que no encajaba en el silencio, que tan imperceptible resultaba, pero que, aún así, marcaba tan enorme diferencia?

Tampoco ella podía descubrirlo. Envuelta en su grueso abrigo de pelo y balanceándose sobre sus zapatos de aguja, la mujer recorría una calle vacía. Sabía cuál era el camino a seguir, incluso hallándose engullida en aquella eterna penumbra, de cuando en cuando ahuyentada por un trémulo haz de luz. Había seguido aquella misma ruta muchas, muchas veces… Quizá, demasiadas.

Sumida en sus pensamientos, la chica caminaba con paso inseguro a lo largo de aquel interminable pasillo adoquinado, apretando con fuerza la espesa pieza de peletería en torno a ella, clavando inútilmente en ella las irregulares y mal pintadas uñas, comidas hasta la cutícula por fruto de la ansiedad, para así intentar alejar de ella los etéreos dedos del frío, empeñados en aferrarla en un
abrazo húmedo y gélido. Su maquillaje barato hacía tiempo que había empezado a deslizarse perezosamente por su rostro, mezclándose con la lluvia para hacer de su rostro una grotesca paleta de colores apagados y tristes, como ella misma. Sus medias estaban ya gastadas, desgarradas por mil y un lugares, que dejaban al descubierto pequeños pedazos de piel blancuzca, amoratada y, de vez en cuando, ensangrentada. Su melena antaño castaña y rizada ahora caía lacia en torno a su rostro enjuto, sucia y mojada, como ella misma.

Pero todo aquello poco le importaba. Cierto es que, hace unos cuantos meses, su aspecto había significado mucho para ella; al fin y al cabo, trabajaba de cara al público. No obstante, tiempos más oscuros llegaron. La muerte decidió empezar a cerrar sus garras huesudas en torno a la pequeña ciudad, y la enfermedad se empezó a extender… Una enfermedad cruel, de efectos devastadores.

Antes todo en la pequeña villa era luz y alegría. La gente se divertía, disfrutando de sus fútiles vidas y sin preocuparse por el día de mañana. Los juegos, las risas y la música componían la melodía de aquel lugar, pincelada por los cálidos rayos del sol y la dulzura melosa del olor a flores frescas.

Emociones y sentimientos vacuos inundaban de calidez los cuerpos y espíritus de los habitantes: amor, empatía, felicidad… Mentiras simples que hacían más amena la vida de esas despreocupadas personas, pequeñas marionetas que interpretaban su minúsculo papel en aquella gran obra que
llamamos “vida”.

Pronto los diminutos títeres comenzaron a cansarse de lo rutinario de la falsedad y la hipocresía que acompañaba a su teatro, y empezaron a dejar entrar la oscuridad en sus corazones de madera, con surcos tallados para albergar tan solo aquellos sentimientos que eran “beneficiosos” para ellos.

Como todas las revoluciones, por pequeñas que sean, esta empezó tan solo con un par de pequeños muñecos ilusos jugando a ser héroes con espadas melladas. Despreocupados y envalentonados por la idea de emprender una nueva aventura, comenzaron a acercase al mundo de las tinieblas, un mundo que les había sido negado desde un principio porque era “inapropiado” para ellos, y en cuanto empezaron a experimentar las nuevas sensaciones que la oscuridad les brindaba, huyeron despavoridos. ¿Quién les hubiera culpado?

En un mundo edulcorado, donde los pequeños ciudadanos solo conocían el gozo que proporcionaba un espejismo de alegría y luminosidad, el dolor y la tristeza no tenían cabida. Nunca antes habían podido probar un bocado del ácido fruto de la envidia, de la dulzona melancolía, o la amargura del sufrimiento. Es por ello que el mero hecho de hundir unos centímetros sus redondeados incisivos en el interior de estos desconocidos alimentos les resultó, cuanto menos, abrumador, y entre gritos de espanto y terror volvieron a huir hacía la luz.

Lo que aún no sabían, y nunca supieron, es que el miedo ya había anidado en uno de los surcos de sus corazones. Al principio solo fue una pequeña mancha, una gota apenas. No obstante, el miedo era de tinta, y se adhirió tercamente a sus frágiles e imperfectos cuerpecitos, esparciéndose poco a poco en su interior, como un veneno mortal.

Lentamente, la epidemia comenzó a extenderse entre la población. Los portadores llevaban consigo la marca de la muerte, y todo a su paso caía en desgracia. Las flores se marchitaron, las luces se apagaron y el silencio empezó a convertirse en la nueva melodía preferida de unas podridas marionetas de hilos rotos. Los cielos se oscurecieron como las almas de los pequeños habitantes.

Muy pronto, la lluvia llegó; una lluvia densa, que caía implacablemente como agujas sobre la piel de todo aquel que bajo ella se hallara. Las personas empezaron a pudrirse poco a poco. A raíz del miedo nacieron otros sentimientos, otras muchas serpientes que reptaban por los surcos de sus débiles corazones, poniendo huevos en sus espíritus y llenando sus mentes con su ponzoñoso veneno, espeso y negro como la tinta. El miedo sembró la desconfianza, la desconfianza sembró la envidia, la envidia sembró la codicia, la codicia sembró la melancolía y ésta, a su vez, trajo consigo consecuencias nefastas para ellos…

Los pequeños muñecos rotos empezaron a hacer cosas terribles. Los asesinatos, los robos y los suicidios empezaron a ser cada vez más frecuentes, y las calles se tiñeron de una sangre tan contaminada que ni la apagada lluvia que bañaba ininterrumpidamente la ciudad podía llegar a borrarla…

Y en medio del creciente caos, la muerte se regocijaba. Vestida con su larga túnica de sombras y el rostro sobrenatural oculto bajo un manto de tinieblas, caminaba por las noches sembrando la discordia y el sufrimiento, recogiendo los hilos cortados de las marionetas y obligándolas a bailar su lenta canción hasta que su sed de dolor se calmara… o hasta que sus corazones dejaran de golpear sus pechos, un momento que siempre llegaba antes de que quedara completamente satisfecha. Sus estridentes y terroríficas carcajadas, tan macabras como ella misma, resonaban creando ecos huecos en las paredes de las casas, de las calles, de las plazas, anunciando la llegada de la miseria y la podredumbre… No había manera de escapar a su presencia; la Dama de Negro había venido a la ciudad, y había venido para quedarse.

La mujer trastabilló y estuvo a punto de caer al fango. El dolor ya le resultaba insoportable, el frío se le clavaba en todo el cuerpo como afiladas agujas de cristal punzante, perforándola impíamente.

Las lágrimas empezaron a asomar a sus ojos, dispuestas a salir corriendo en busca de la libertad, recorriendo sus desgastadas facciones. Su hora se acercaba, podía sentirlo. Rendida y sin fuerzas, cayó de rodillas sobre el suelo empapado, jadeando inútilmente para intentar nutrir sus castigados pulmones con una bocanada de aire contaminado y poluto, mas todo lo que consiguió fue llenarlos de una lluvia amarga y helada.

Sin esperanza, se acurrucó en una esquina cercana para esperar su ya próximo final. Sin darse cuenta siquiera, las lágrimas empezaron a fluir sin control, mezclándose homogéneamente con la ya de por sí emborronada pintura que cubría su rostro. Sin embargo, estas pequeñas gotas no contribuyeron a diluir el maquillaje que corría por su tez… No, estas lágrimas no podían más que marcar su curso a su paso por las mejillas, un curso negro como la noche. No fue hasta que una de estas lágrimas llegó a rozar los labios de la mujer que ésta se dio cuenta de lo anormal de las pequeñas perlas azabache. Temblorosa, levantó una mano descarnada hacia sus labios y tomó de ellos una tímida gota que allí había decidido alojarse.

Aterrada, contempló el diminuto punto ennegrecido que manchaba su dedo índice. ¿Agua? Imposible. ¿Sangre? Demasiado negra para serlo, a pesar de la oscuridad imperante. No… aquello era algo muy diferente, antinatural, temible… la marca de la muerte.

El grito cortó el silencio como una afilada cuchilla, un grito de puro espanto, un chillido moribundo, un reclamo de ayuda dirigido a los muertos, pero era demasiado tarde. La enfermedad había llegado a su última fase, ya no había vuelta atrás. Desesperada, la chica empezó a rasgar su grueso abrigo de pieles, ahora punteado por aquel líquido oscuro que manaba de sus ojos. Sus uñas hurgaron entre las capas de ropa descolorida hasta poder romper la última de ellas, la cual correspondía a un horrendo vestido color carmín, agujereado y comido por las polillas y las ratas. Debajo de éste se encontraba
un vientre hinchado, que denotaba claramente la presencia de una vida que crecía en su interior… Si es que a aquello se le podía llamar vida. Desde que comenzó a extenderse la enfermedad, los niños nacían muertos y deformados, con aspectos demoníacos, grotescos, antinaturales. Solo unos pocos conseguían sobrevivir, pero la mayoría perecían en seguida a causa de las malformaciones o los fallos orgánicos.

Aquel pobre desgraciado no iba a ser ninguna excepción. La pálida y protuberante barriga de su madre se hallaba ya cubierta de hinchadas venas negras, que recorrían en todas direcciones la superficie de su cuerpo, como esbeltas serpientes hechas de pura oscuridad.

Sus ojos empezaron a nublarse, su visión se tornó borrosa y, muy pronto, fue privada de ella. Ahora más que nunca pudo sentir el agónico dolor que le punzaba el vientre, mientras que de entre sus muslos empezaba a fluir un torrente de espeso líquido oscuro. Un sabor dulzón y metálico empezó a inundar su boca, pero pronto fue sustituido por otro gusto que le era completamente desconocido…

Un gusto amargo, un sabor negro.

Las contracciones se volvieron cada vez más frecuentes, y el pánico invadió a la mujer. La desesperación la aguijoneaba, casi tan insoportable como el sufrimiento del parto. En un último y patético intento de acabar con su propia agonía dejó de respirar, pero al poco tiempo el punzante dolor de la criatura luchando por salir de su interior la obligó a volver a tomar aire, solo para poder
soltarlo en un grito sesgado, que mutó para transformarse en un sollozo descontrolado.

Al final de la calle, el eco apagado de unas pisadas empezó a introducirse en la melodía de la tormenta. El avance rítmico de unos pasos largos se fundió con el estruendo de los llantos, con un sonido hueco que aumentaba a medida que se acercaban a su presa.

La pobre ciega no pudo verla llegar. Tampoco pudo oírla, pues sus propios cánticos retumbaban en su cabeza. No pudo olerla, puesto que el olor acre de la oscuridad que manaba de ella tapaba el olor dulce de la podredumbre. Ni siquiera pudo sentirla, ya que el calor había escapado de ella hace tiempo, y su cuerpo marchito y entumecido no consiguió diferenciar el ardor del frío que precedía a la dama que se acercaba del gélido ambiente general de la noche.

Tan solo cuando las sombras susurraron a su alrededor, acariciando su piel amarillenta y enfermiza, la mujer vio a través de sus ojos negros un rostro de oscuridad y abismo, tejido con hilos de tiniebla y bañado de negrura. Solo cuando unos dedos sin vida rozaron su vientre y una risa cortante le perforó los oídos entendió que no estaba sola, pues Ella había venido a llevársela.

Intentó gritar, pero su súplica quedó atrapada en su garganta. Intentó correr, pero la orden no llegó a sus inertes piernas. Intentó luchar, pero su espíritu había escapado de ella. Nada podía ya hacer para salvarse de un destino que, implacable, caía inexorablemente sobre ella.

Y mientras exhalaba su último aliento, haciendo borbotear el líquido espeso que inundaba su boca y la ahogaba en su acre amargor, la Muerte le sonrió, y su sonrisa fue cálida, casi maternal. Unos perfectos incisivos de marfil manchados de tinta asomaron entre las sombras que bañaban su inexistente rostro, y le transmitieron una falsa ilusión de paz a aquella desgraciada. Fue entonces cuando lo comprendió.

El sabor amargo en sus labios, la sensación de fragilidad, las serpientes que asomaban por debajo de la fina capa de piel blancuzca que cubría su cuerpo…

En aquella calle desierta yacía ahora un cuerpo sin vida, un cuerpo marcado por la muerte y el miedo. En aquella calle vacía, la lluvia empapaba un cuerpo inerte, tirado en el suelo descuidadamente como si de una muñeca de trapo se tratase. En aquella calle vacía, una dama sin rostro sostenía en sus brazos a una pequeña criatura inocente, de piel apergaminada y ojos de azabache. En aquella calle vacía, por el suelo la tinta corría.

4 comentarios el “2º relato breve: miedo

  1. FELIX MANJON
    enero 1, 2016

    Magnífica expresión y representación de cada uno de los detalles. Tras unas cuantas frases me encuentro «DENTRO»
    Esto es realismo y naturalismo mezclados hasta conseguir incluir al lector como protagonista.
    Excelente

    Le gusta a 1 persona

    • soyperry
      enero 1, 2016

      Me alegro de que te guste, Félix, muchas gracias por comentar. ¡Saludos!

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  2. Bettie
    enero 1, 2016

    Alucinante. Enhorabuena 🙂

    Le gusta a 1 persona

    • soyperry
      enero 1, 2016

      ¡Gracias por comentar! Me gusta mucho ver que dais ese apoyo a los autores.

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Esta entrada fue publicada en diciembre 30, 2015 por en escribir, primera edición, relato breve y etiquetada con , , .

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